domingo, 26 de diciembre de 2010

TRANQUILA, CARIÑO... LA MILI SOLO DURA UN AÑO


¿Alguien se acuerda de la mili?

¡¡ Síiiiiiiii !!

Ese secuestro legal que duraba un año, y que permitía a tu jefe (en caso de que estuviera harto de ti) aprovechar la circunstancia para contratar a  alguien que te sustituyera y a tu vuelta decirte eso de: “Mira-oye-que-mientras-no-estabas-hemos-comprado-unas-maquinitas-nuevas-y-ahora-ya-no-nos-haces-falta-así-que-a-tomar-por-saco”.

Las chicas no hacíamos la mili, no…

Hacíamos algo muchíiiisimo peor:

Escuchar aburridas  las batallitas de los chicos que SÍ hacían la mili.

Sí, porque si hasta los 20 años las conversaciones de los tíos giraban, por lo general, en torno a los coches, los automóviles y los vehículos, en el momento que les rapaban la cabeza y les colocaban el uniforme ya solo se hablaba de guardias, imaginarias y sargentos chusqueros. De este modo, el fin de semana del permiso se convertía en una tortura.

Tú te pegabas todo el mes esperando el momento de  ver a tu chico y, una vez que llegaba: ¿Qué hacía? ¿Invitarte a cenar al restaurante más romántico de la ciudad y después sobornar a su amigo el independizado para que le dejase una noche el apartamento, llevarte allí y hacerte el amor hasta que cayeses desmayada de placer?

¡Noooooooooooo!

Lo que hacía era quedar con unos colegas (y sus aburridíiisimas novias) en una cafetería con la tele bien grande para ver el Madrid-Barça, comerse una hamburguesa, hincharse a birras y hablar de la mili con sus amigotes mientras que tú soportabas como podías la delirante conversación de las aspirantes a señora de Tal, que aprovechaban los doce meses que duraba el servicio militar del susodicho para quedar e irse de tiendas; de tiendas de  muebles, de tiendas de sábanas, de tiendas de vestidos de novia….

De modo que cuando terminaba el partido y tu chico te metía en el coche para llevarte a algún sitio oscuro con la intención de echar un rápido y gélido polvo entre eructo y eructo (una hamburguesa y 10 ó 12 birras unidas a tres o cuatro horas en la misma silla dejan el estómago un tanto desajustado…), tú decidías vengarte dándole donde más le dolía….

Nada de sexo.
-“Llevas toda la noche hablando de mili, y a mí me has dejado ahí con esa cuadrilla de marujas, que me he aburrido como una ostra…
¿Y ahora te mosqueas porque no quiero sexo?”"
-“Pero, cariño, entiéndelo, son mis amigos, llevaba un mes sin verlos” (mentira, la mitad estaban haciendo la mili en la misma ciudad pero en diferentes cuarteles y te constaba que se veían casi a diario para emborracharse, y algunos -tú siempre confiabas en que no tu chico- incluso para ir de putas)-  te decía, señalando el bulto del pantalón y mirándote como el lobo disfrazado de abuelita miraba a Caperucita desde la cama.
Y tú…
- " Que no, que no tengo ganas… y además aquí hace mucho frío…
¡Llévame a casa!"

Y de ese modo se acababa el fin de semana romántico….

Y el del mes siguiente resultaba ser igual.

O peor.

Hasta que un día, aburrida de ver catálogos de Pronovias, le echaste un vistazo distraído a la pantalla…No estaba mal aquello del fútbol, no….
Sobre todo después de lo del huevo del Buitre…

Y pasaste de la manga abullonada al penalty, del escote palabra de honor al fuera de juego, del salón isabelino al córner, de Vittorio y Lucchino a Michel y Butragueño, del blanco roto al blanco merengue, del "Pronto" al "Marca", de Mª Teresa Campos a José Mª García…

En fin; que acabaste haciéndote forofa….

Tanto que quedabas con uno de los amigos de tu novio (el excedente de cupo) para ver los partidos de la Champions, que eran entre semana…
Y como a él, aparte del fútbol, le gustaba el tecno como a tí (tu novio lo aborrecía), los días en que no había partido os íbais a su casa a escuchar a los Depeche Mode y claro, una cosa llevó a la otra y en fin, la noche del España Malta os fuitéis por ahí a celebrarlo y...
La vez siguiente que tu novio vino de permiso, su amigo del alma el excedente de cupo y tú decidísteis citarlo en un bar tranquilito, pedirle un gintonic bien cargado, sentáos frente a él y... 

- "Oye, Javi"... -balbució el excedente:

"¿Te acuerdas hace seis meses, cuando te fuiste a Madrid, a la mili, que me pediste que cuidase de tu novia…..?"


Tu todavía novio asintió, los ojos bajos, oliéndose la tostada.

"Bueno, pues…" - siguió el fan de los Depeche-

"Esssssssssto….

El otro día….

En fin….

Ella estaba triste… Te echaba de menos…. Me llamó…. Se echó a llorar….

Intenté consolarla… Seguía llorando…. Le puse la mano en el hombro…. Seguía llorando….

La abracé…. Seguía llorando…. En fin, que al final le pasé la mano por la mejilla para secarle las lágrimas…

Estaba tan cerca…

Y es tan guapa….

Por cierto, tío, que tu jefe me llamó el otro día…

Necesitan a alguien para cubrir tu puesto.

...Sólo hasta que vuelvas.

Y el contrato en el taller se me acaba la semana que viene.

Y no me renuevan porque el dueño se jubila.

Y necesito el curro, porque, en fin, no estamos seguros todavía pero….

A ella no le viene la regla…

No te importa, ¿verdad, tío?

Es sólo hasta que vuelvas


Lo del trabajo digo….”

lunes, 30 de agosto de 2010

SI DOS SON COMPAÑÍA, TRES... ¿ES INMORAL?

Y es que el hombre (y la mujer, no nos engañemos), no está hecho para la monogamia, sino más bien todo lo contrario.
Aparte de que las etapas de la existencia humana están muy mal distribuidas.
Pues sí, porque hacemos las cosas al revés del mundo. La búsqueda de una pareja para toda la vida debería empezar a los 40 años, y es entonces precisamente cuando termina.
O cuando se da por imposible
Somos tan gilipollas que nos ponemos a buscar pareja a los 18, cuando las hormonas están en incontrolable efervescencia, y lo que es peor, la ley de la oferta y la demanda funciona a pleno rendimiento, con lo cual, por muchos pantalones que te hayas probado, siempre queda en la tienda alguno que te sienta mejor.
Y eso me pasaba a mí.
Una vez superada la etapa de la atracción fatal decidí empezar a comportarme como una buena chica y buscar un chico que me tratase un poco mejor que los macarras con que me había relacionado en mis años mozos.
Y para la tranquilidad de mi madre (y sobre todo de mi hermano, que de este modo podía dejar de vigilarme y dedicarse a perseguir mujeres) me eché un novio modosito, encantador y con trabajo fijo.
Una perla, vamos.
Pero como parece ser que la normalidad estaba absolutamente reñida con el devenir de mi existencia, la descerebrada que llevo dentro asomó de nuevo la nariz cuando en el gimnasio me empezó a tirar los tejos un compañero de turno que era casi tan guapo como mi chico e igual de simpático, pero que además tenía unos abdominales sobre los que se podía jugar al dominó.
Y empecé a sonreírle cuando me sonreía, y a mirarle cuando me miraba, y a saludarle cuando me saludaba, y a contestarle cuando me hablaba, y a aceptar un refresco cuando me lo ofrecía, y a dejar que me llevase a casa en la moto cuando estaba cansada, y a decirle a mi novio que me había venido la regla y no iba a salir porque me encontraba fatal cuando me invitó a cenar una noche….
Pero nada fue deliberado; es más, si me acabé enrollando con él no fue por mi culpa; fueron las malditas hormonas; bueno, las hormonas y ese pedazo de abdominales, que le metías la mano por debajo de la camiseta y parecía que estabas tocando un colchón de playa relleno de cemento.
¿Y por eso dejé de querer a mi novio?
¡Pues claro que no!
Pero no le dije nada para no hacerle daño. Y porque al fin y al cabo, había sido una sola noche y él no tenía por qué enterarse. Bueno, por eso y porque cuando volvió a pasar me convencí a mi misma de que era mejor seguir ocultándolo porque mi chico podría perdonarme una infidelidad, pero no la segunda. Y es que además, después de la cuarta cita con el del gimnasio, ya estaba totalmente convencida de no poder prescindir de ninguno de los dos.
Porque si bien el de los turgentes abdominales era marchoso, viril, divertido, y muy, muy vago, mi amorcito era culto, sensible, detallista, guapísimo y, además, muy responsable.
¡Eso sí, aburrido como un erizo!
Vamos, que si hubiera tenido la posibilidad de meterlos a los dos en una túrmix, sacar un molde y rellenarlo, me hubiese fabricado al hombre ideal en un suspiro. Pero claro, seguro que el código penal, tan poooooco comprometido con la ciencia, hubiera considerado mi experimento como un homicidio con premeditación y yo, mayor de edad como era entonces, hubiese dado con mis huesos en la cárcel y sin siquiera salir en el “España directo”, que entonces no existía.
De modo que me vi obligada a simultanear ambas relaciones sin decirle nada a nadie. Y sólo yo sé lo que sufrí: estaba de los nervios; todo el día a la carrera, con la agenda colgando de los dientes, procurando no comentarle al marchoso lo interesante que me había parecido el libro de Borges que me había prestado el sensible ni soltándole al intelectual el último chiste guarro que había leído en la puerta del váter de una discoteca…
Y eso teniendo en cuenta (y me remito de nuevo al capítulo 15- las nuevas tecnologías) que aún no se había inventado el teléfono móvil, con lo cual no corría ni el riesgo de que uno me llamase cuando estaba con el otro ni de que cualquiera de los dos me cogiera el aparato y leyera los mensajes del clandestino… que a veces es peor lo que se piensa o se escribe que lo que se hace.
¿O no?
¿Pero quién necesita un móvil teniendo amigas envidiosas?
Y es que en cuanto la arpía de turno, que le había echado el ojo al del gimnasio desde la primera vez que lo vio, se enteró del doble juego, le faltó el tiempo para acercarse a mi novio y comentarle al oído: “Vigila a tu chica que pasa mucho tiempo en el gimnasio”
Y mi niño, que era un pedazo de pan pero estaba ya un poco mosca con aquello de que me quedase en casa porque me había venido la regla al menos un par de veces al mes, empezó a atar cabos y una noche se presentó a buscarme en el gimnasio justo en el momento en que yo salía por la puerta con el culturista tomándome medidas para hacerme un maillot.
Y se lió.
Y llegó el momento que siempre había temido: el de explicarles que estaba enamorada de los dos, que no quería renunciar a ninguno, que se complementaban el uno al otro y que, si a ellos no les importaba, y ahora que ya se había descubierto el pastel, lo que podíamos hacer era organizar un calendario de citas; que estaba atacada de los nervios, que llevaba seis meses en un sinvivir, corriendo de un lado a otro, durmiendo lo justo y comiendo lo imprescindible, llevando dos agendas en cada una de las cuales apuntaba las cosas que había hecho e iba a hacer con cada cual, las conversaciones que había tenido, lo que les gustaba y lo que no, los nombres de sus mascotas, de sus compañeros de trabajo, sus discos favoritos, los medicamentos a los que tenían alergia, todo…
Y ese esfuerzo lo había hecho por ellos, para que no se enterasen de nada, para que no sufriesen, para que no tuvieran que pasar por el doloroso trance de renunciar a mí.
Pero no me dejaron terminar. Más bien al contrario, apenas empecé a hablar ambos me miraron con cara de asombro y exclamaron al unísono:
¿¿¿¿Seis meses……???
Y me dejaron allí, sola, en la puerta del gimnasio.
Los muy ingratos….

jueves, 12 de agosto de 2010

DIME CON QUIÉN ANDAS... Y TE DIRÉ QUE NO ME GUSTA


Y es que las madres son muuuy exigentes a la hora de evaluar a los amigos de sus hijas.
Sobre todo a ciertos amigos.
Casualmente a aquéllos que a nosotras nos interesan más.
Me explico, ¿no?

Así que yo acabé haciendo con mis novios como hacía con las escapadas. Mantenerlos en secreto. Esto tenía bastante encanto, porque para una adolescente un tanto descerebrada pero al tiempo romántica hasta la médula, disfrutar de una relación clandestina era lo más excitante que te podía suceder.
Y si aun encima era una relación que te hacía sufrir, ya se podía considerar como el romance perfecto.


Porque si bien es cierto que la mayoría de las chicas de mi edad sentían cierta debilidad hacia los chicos malos, he de reconocer que lo mío no era debilidad precisamente: era más bien una inclinación, yo diría que incluso antinatural, que en estos días hubiera mantenido ocupados a un equipo completo de psicólogos escolares durante una buena temporada.
Y es que a mi me gustaban los macarras… pero los reversibles, que dice Miguelito el de Mafalda.

Porque hay macarras que lo son sólo exteriormente; esto es, su ropita negra, sus collarcitos, sus melenitas lavadas…. Pero, en el fondo tienen un corazón de osito de peluche.
Otros, sin embargo, llevan ropa de marca, huelen a Ck, usan chaquetitas de piel clara... Y luego, cuando los conoces un poco, te das cuenta de que tienen el alma más encallecida que la de Dorian Grey.
Y luego están los macarras de toda la vida, los que no engañan a nadie, los que se les ve venir desde lejos: los de la chupa con 14 kilos de roña, la cadena del váter colgada del cuello, las gafas negras hasta en la ducha, las botas de cremalleras…. Los macarras que se tatúan letras góticas, que beben cerveza a morro, que llevan agujeros en el brazo, que se afeitan una vez a la semana y que piensan que las mujeres sólo sirven para una cosa…
¡Pues ésos me gustaban a mí!


Y claro... ¡Cualquiera se dejaba ver con un fulano de esa calaña!
Dí que yo tenía la suerte de que mis viejos salieran poco, y coincidir con ellos por la calle, y más a las horas en que se mueven la clase de chicos con los que a mi me gustaba ir, era bastante complicado.

¡Ah! Pero... ¿Para qué están los hermanos mayores?
¡Efectivamente!
Para sustituir a los padres cuando éstos están viendo la tele.

Y tengo que reconocer que en ese aspecto, mi hermano ha sido siempre un gran profesional. Como frecuentábamos los mismos ambientes, al final siempre me acababa descubriendo.
Y la verdad es que no se portaba mal.
Simplemente, se acercaba con una sonrisa en los labios, estrechaba la mano del chico (los macarras de pata negra no suelen tener media hostia, en lo que a complexión física se refiere, y mi hermano hacía pesas, jugaba a pala y trabajaba instalando panteones de mármol), lo miraba de abajo a arriba, le ofrecía un pitillo y fuego y, una vez él había encendido el suyo y expelido la primera bocanada de humo en la cara de mi amado, le colobaba sus enormes manazas sobre los hombros y le musitaba, en un amistoso susurro:

“Si le haces daño a mi hermana te mato”

domingo, 25 de julio de 2010

LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS

El teléfono móvil se inventó un poco más tarde que la rueda, por si no lo sabíais. Por no hablar del Messenger, del Faceboock y del Twenty, por ejemplo. Y en mi casa ni siquiera había teléfono fijo, lo cual era muy bueno y muy malo al mismo tiempo.
Era muy bueno porque nadie te despertaba de la siesta para ofrecerte una cubertería, y era muy malo porque quedar con los colegas era complicado; nosotros quedábamos siempre a la misma hora y en el mismo sitio, y si se producía un cambio de planes y no tenías teléfono, te podías dar por jodida.

Sí, porque resulta que tú te plantabas en el lugar de costumbre, embutida en tus pitillos, con un escote hasta encima del ombligo, unos pendientes de calavera, los brazos llenos de pulseras de cobre y la cresta color caoba bien engominada, y entonces aparecía el mensajero de turno a decir que había cambio de planes, y que venía a buscarte porque toda la panda estaba en casa de Pilarín celebrando su cumpleaños. Y claro, la mansión de los padres de Pilarín, carcas hasta la médula y postulantes del Opus Dei no era el lugar más indicado para presentarte con esas pintas de camarera del Rockola. De modo que tenías dos opciones: o te ibas a casa a cambiarte para asistir a regañadientes al cumple de Pilarín, o bien sobornabas al mensajero con un par de cubatas para que se quedase por ahí contigo hasta que el resto de la peña decidiera cambiar la mesa camilla y las pastitas de té de la insulsa familia de Mari Pili por una partida de billar en el tugurio más cutre del barrio.

Claro que también podía ocurrir lo contario: que tú llegaras con tus zapatitos de damisela, tu camiseta cerrada y tu pantalón de pinzas, y de repente aparecieran tus colegas con el coche y al cabo de un par de horas te encontrases en plenos Sanfermines y disfrazada de Diana de Gales. Con el agravante de que, además, como en tu casa no había teléfono, no tenías ninguna forma de comunicarte con tu madre para decirle que en vez de cenando en casa de tu tía, estabas en Pamplona corriéndote la juerga de tu vida, que habías perdido los zapatos en alguna parte, que la camiseta estaba “ligeramente desgarrada” y que habías descubierto que los shorts eran mucho más apropiados para correr el encierro que los lindos pantalones que estrenaste para la boda de tu hermana.

De modo que os podéis imaginar el recibimiento cuando aparecías a las 5 de la tarde del día siguiente, intentando explicarles a tus viejos que un amiguete había perdido las llaves del coche en un bar de la Estafeta, que habíais tenido que pedir dinero para el tren y que, además, os habían puesto una multa por meter los pies en una fuente.
-¡¡Ahí es donde has perdido los zapatos, desgraciada!!- te decía entonces tu madre (y es que estas madres están en todo-ver entrada nº 11-)

Pero, qué queréis que os diga, estoy absolutamente convencida de que si yo hubiera llamado a mi madre por teléfono para consultarle sobre cada cosa que iba hacer, no hubiera hecho absolutamente nada, privando así a mi apasionante vida de cualquier tipo de emoción...

¡Ah! Y no quiero ni pensar en todo lo que mi madre hubiera podido decirme al oído en caso de haber tenido, durante aquélla fatídica noche, ella un teléfono fijo y yo un teléfono móvil….

domingo, 4 de julio de 2010

LAS DISCOTECAS

Claro que los equipos de sonido domésticos eran entonces bastante medianitos, de modo que donde mejor sonaba la música era en las discotecas. Por eso, y porque era el único sitio donde podíamos meternos para que nuestros padres no nos encontraran, las discotecas eran los lugares a los que todo el mundo iba. De hecho, yo no recuerdo filas tan largas como las que se montaban para acceder a estos templos del alcohol, la danza y la promiscuidad (que se podían ejercer en su interior de manera independiente o simultánea), hasta la caída del telón de acero, cuando las colas del pan de la URRSS.

Pero no todas las salas eran iguales. Cuando se descubrió la rentabilidad del filón discotequero, cada cual se lanzó a la aventura de instalarlas en función de sus posibilidades...

Y desde luego que algunos le echaban una imaginación increíble, porque sacar las bestias de un establo, tapar los tragaluces con vidrios de colores, instalar un par de bombillas pintadas de rojo y después colocar un puñado de sillones viejos en los rincones con el fin de que las jóvenes parejas dieran rienda suelta a sus adolescentes líbidos al margen del bullicio de la pista, y llamar a eso “sala de fiestas”, tenía su dosis de ambición. Por no hablar de la calidad tanto de las bebidas como del servicio, que componían el Dj y camarero, vestido con la americana de Travolta en “Saturday night fever” y su mujer, o novia, en plan Eva Nasarre, con una cinta en la frente, la malla marcando michelines y unos tacones de aguja que la hacían tambalearse al andar con la bandeja sobre el suelo de cemento. La cerveza, Skol o Leon, era de lo peorcito de la época, y siempre estaba caliente… menos en Enero, que te la daban recubierta con una capa de escarcha que te dejaba las manos como témpanos. El tocadiscos era el que el dueño se había traído de Melilla, de cuando la mili, y las novedades musicales llegaban con meses de retraso. Generalmente, estas salas tenían nombres en inglés, en plan “Harry´s House” (esto es, la casa de Enrique- Enrique era el burro que había vivido en el establo-), “People´s Disco” (o sea, la disco del pueblo - de 200 habitantes-), “Nigths & Lights” (noche y luces; lo de la noche era obvio, lo de las luces también porque había más de una)… y cosas así.

Si el promotor era un poco más ambicioso, se hacía con un par de bolas de cristal que colgaba del techo con unos barrones metálicos, y para dotar de más intimidad al “reservado”, habilitaba una pequeña planta sobre el almacén y colocaba allí una fila de sillones, unas mesitas bajas y unas horribles cortinas de terciopelo que al principio eran rojas y al cabo de un mes ni se sabía. El techo no era muy alto, pero ¿a quién le importaba? Nadie se metía allí para estar de pie. Los camareros solían ir de negro, marcando paquete y con el pelo engominado y las chicas cardadas a lo Alaska, con mallas de tigre y camisetas ceñidas. El pinchadiscos estaba en una pecera, y la música solía sonar bastante bien, aunque esparcir los decibelios hasta el techo obligara a saturar los equipos, que emitían a veces unos horribles pitidos. Estas salas tenían nombres de inspiración étnica, mitológica o astronómica: “Júpiter”, “Tutankámon”, “Macumba”, “Zodíaco”….

Cuando la ciudad era mayor y el empresario tenía pasta, el garito ya no era una nave con un par de bolas colgando de las cerchas desnudas. El techo se llenaba de focos y las paredes se recubrían, por lo general de moqueta; se construían dos plantas y los sillones de los reservados eran hasta cómodos. Había dos o tres barras, los camareros llevaban chaleco y pajarita y los cubatas no producían gastroenteritis.
Eso sí, la entrada valía una pasta, pero la música sonaba de miedo. Los nombres ya no eran ni mitológicos, ni alusivos al propietario. Se impusieron la geometría o las onomatopeyas: "Flash", “Vértice”, “Chass!!”, “Cocorico”…

Y para terminar, si el promotor tenia mucha, mucha, pero que muuuucha pasta, sobornaba a un par de concejales, compraba un terrenito junto al mar, montaba una macrosala de 5 plantas que dejaba sin dormir a todo el pueblo durante seis meses al año, acondicionaba un par de carpas para el verano que impedían a los vecinos pegar ojo durante los otros seis, contrataba media docena de Dj´s ingleses, se hacía con una plantilla de 50 camareros y camareras recogidos de los castings fotográficos del playboy, y para completar la decoración, instalaba un par de plataformas móviles donde se desarrollaban números de baile.
Estos locales se convirtieron en centros de peregrinación. De hecho, muchos de ellos siguen funcionando hoy, pese a la ley de protección de costas y a las protestas de los vecinos, que se han acabado mudando al pueblo donde, hace más de 20 años, existió un local llamado “Harry´s House” que hoy es una planta experimental dedicada al cultivo de tomates transgénicos….

Renovarse...

viernes, 18 de junio de 2010

ÉRANSE UNA VEZ LOS DISCOS DE VINILO

Había que arañar dinero de la paga durante meses para poder comprar un disco. Y luego corrías el riesgo de que las únicas canciones decentes fueran las dos o tres que pinchaban en la radio…
Pero una vez que lo habías comprado, que lo tenías en la bolsa, que lo llevabas a tu casa, nada ni nadie podía arrancar de tu corazón a ese trozo de vinilo. Aunque fuera el peñazo más grande del mundo, jamás te desprenderías de él. Porque en los 80 había dos tipos de gilipollas: los que prestaban discos y los que los devolvían…

Y es que comprarse un disco era un ritual comparable, qué se yo, a fumarse un porro o a perder la virginidad; quiero decir que no era como hoy, un aquí te pillo aquí te mato, enchufo el ordenata y de doy al Download y mientras tanto me preparo un bocata calamares…
No.
Comprar un disco era un acto premeditado; era como ligar, que le echabas el ojo al tío, luego lo tanteabas y, por fin, cuando conseguías quedar con él, te tirabas tres horas en el baño con el secador, arreglándote el flequillo… para que luego lloviera y el tío resultase ser un mamarracho impresentable (bueno, de eso hablaremos en próximos capítulos….)

Antes de decidirte a comprar el disco tenías que haber escuchado algunas canciones por la radio, por los bares… y que te gustaran. Pero eso no era suficiente; el LP tenía que venir avalado por alguna revista de prestigio, o bien haber caído en manos de un conocido que te dijera que realmente valía la pena la inversión.
Porque los discos, por mucho que a la SGAE le joda reconocerlo, antes del Download valían una pasta.

El caso es que, una vez convencida, te presentabas en la tienda; ojeabas bien las estanterías, ibas pasando uno a uno, como las páginas de un libro de magia, todos los discos de la sección. Te fijabas en varios; te hubieras llevado hasta los pósters de las paredes. De hecho, si simplemente llevabas dinero y ninguna idea en concreto, una tienda de discos podía ser el equivalente a los actuales parques temáticos: por el precio de la entrada (esto es, del LP que al fin ibas a comprar), podías pasar el día entero mirando, disfrutando, tocando y escuchando. Porque en algunos sitios hasta te pinchaban pedacitos de canciones.
Al fin, una vez decidido en qué invertías tus ahorros del trimestre, el dependiente te colocaba una pegatina sobre la portada (discos Vellido, en mi caso) y esa denominación de origen acompañaba a la carátula hasta el fin de sus días. De hecho, yo creo que el adhesivo era el mismo que se utiliza para pegar el teflón de las sartenes, porque en más de una ocasión el disco se hallaba absolutamente rayado y la carpeta medio descuartizada, y sin embargo, la pegatina de discos Vellido seguía ahí, dorada, nítida y resplandeciente como el primer día. Y salías de la tienda balanceando tu bolsa, despacio, paseándote por todo para que te vieran. Porque las bolsas de las tiendas de discos dotaban de un halo especial a aquéllos que las portaban. De hecho, con ellas pasaba como con las pegatinas; existía una resistencia natural a deshacerse de las mismas; se atrincheraban en los armarios, y nunca las utilizabas para otra cosa que no fuera transportar discos, como si el hecho de meter en ellas cualquier otro objeto como, por ejemplo, un puñado de melocotones, fuera un sacrilegio que pudiera despojarlas de ese aura mística e intelectual.

Pero como en todas las grandes citas, lo mejor estaba todavía por llegar. Y ésto era el momento de llevarte el disco a tu habitación, sacarlo de la bolsa y mirarlo con delectación… Para después esconderlo y esperar al momento oportuno.

Y finalmente, cuando todos se iban, entrabas a tu cuarto, cogías la bolsa y, con sumo cuidado, extraías de su interior la carpeta.
La mirabas con deseo, recorrías con tus ojos cada rincón de la misma; la acariciabas con las yemas de los dedos, sintiendo el tacto del celofán que la envolvía y que rasgabas a continuación para tocar con deleite el cartón satinado, ahuecándolo al tiempo que ladeabas ligeramente el envase a fin de que el disco se deslizara hacia afuera, suavemente, lentamente, envuelto todavía en otra funda, que retirabas con extraordinaria precaución, mientras tus dedos pugar y meñique se disponían en un ángulo de 120 grados, formando la cavidad perfecta para albergar el diámetro del oscuro vinilo, que dejabas caer amorosamente sobre la superficie estriada del plato. Era el momento cumbre; con extrema delicadeza, dirigías la manilla desde su posición inicial hasta justo encima del primero de los surcos del vinilo, la dejabas caer con suavidad….

Y el disco sonaba para ti….
Por primera vez.

lunes, 31 de mayo de 2010

¿BAILAS?

Por fin Sábado. Toda la semana fumándote las clases del Insti y, por fin, llegaba el día mágico de la semana. Bueno, mágico para quienes no tenían una madre como la mía, que me hacía volver a casa a las 10 de la noche. Eran los tiempos de las canciones de los Pecos y, por suerte o por desgracia, lo de que las chicas debíamos fichar temprano era mucho más cierto que lo de que a los 15 años podías encontrar al amor de tu vida que te compusiera canciones y se enfrentase con el carca de tu padre.

Porque, a esa edad, lo que se busca es eso: el hombre de tu vida. Lo cual no deja de ser una incongruencia, porque hay individuos del género masculino que no se comportan como hombres ni a los 45, de modo que encontrar un hombre a edades tan tempranas es tan difícil como comprar un mueble en el Ikea y que le falte algún tornillo (a mí me ha pasado. Lo del tornillo digo).

Pero lo peor es que entonces estabas convencida de su existencia, e incluso le ponías cara, y nombre y apellidos, y conseguías una foto de él, y leías su horóscopo a la vez que el tuyo, y tu único sueño era que un día, en la disco, a la hora de los lentos, se te acercara, te sonriera dulcemente y te preguntase “¿Bailas?”
Y en lugar de eso, cuando al fin entraba, o venía borracho como una cuba, o se largaba al bar a ver el fútbol o, peor aún, aparecía con alguna frescachona de las que se dejaban meter mano en los reservados de la disco.
Y tú te convertías en la mujer máaaaaaaaaaaaaaaaaaaas desgraciadita de la tierra. Y cuando llegabas a casa agarrabas la antología poética de Bécquer y te la leías de un tirón, y te hartabas de llorar hasta que los mocos te dejaban sin respiración. Y al final te dormías, de puro agotamiento, para levantarte al día siguiente pálida, desmadejada, con la mirada perdida en el infinito, deseando contraer la tuberculosis y expirar sobre el regazo de tu amado, que había corrido a sujetarte con sus potentes brazos al enterarse de tu estado, para confesarte que acababa de descubrir, demasiado tarde, que estaba perdidamente enamorado de ti. O peor aún, colgarte de la lámpara del dormitorio dejando una nota en la que confesabas que te habías quitado la vida porque no podías soportar verlo con otra, y arruinarle de ese modo la existencia por tener que cargar para siempre con tan abrumadora culpa.
Y en estas reflexiones te hallabas, vagando por el pasillo como un alma en pena, con la melena en plan niña del exorcista, en camisón pese a ser las cinco de la tarde de un día de Diciembre y estar la calefacción estropeada, con los ojos arrasados por el llanto y sin haber probado bocado en cuatro días cuando tu madre se acercaba y, al fin, se atrevía a decirte:
“Tienes mal aspecto….
¿No estarás embarazada?”

miércoles, 26 de mayo de 2010

MADRE NO HAY MÁS QUE UNA...

…Afortunadamente.
Porque de existir dos, yo no hubiera sobrevivido a la adolescencia. Claro que existiendo sólo una, la que no me explico cómo no perdió la vida en el intento fue ella.

Y es que, si la relación madre-hija supera con éxito el periodo pospuberal, se puede decir que es un amor para toda la vida. Porque las chicas nos pasamos toda la infancia sin ser conscientes de lo madre que puede ser una madre. Esto es, el hecho de que no te deje atiborrarte de ganchitos antes de cenar se supone que es parte de su trabajo, así como que te prohíba terminantemente salir a jugar a la calle con 8 grados bajo cero.

Pero es que durante la adolescencia, que es cuando más quisieras que tu madre se tomase unas vacaciones, es cuando más horas ejerce.
Porque las madres de adolescentes son como los animales de la selva: que parece que descansan, pero no; al mínimo signo de movimiento levantan la oreja, entreabren un ojo y, cuando te quieres dar cuenta, han caído sobre su presa y la han convertido en picadillo para hacer albóndigas con que alimentar a la prole.

Una se disponía a salir a la calle vestida para triunfar, deslizándose de puntillas por el pasillo aprovechando que mami estaba entretenida con la peli de la Lina Morgan y, justo al llegar a la puerta, y no se sabía bien de dónde ni cómo, surgía ante ti ella sosteniendo una chaqueta. Y no había manera de convencerla de que la chaqueta vasca que tu tía te había regalado a los 12 años no era el mejor complemento para los pitillos ajustados y la camiseta de devorahombres. Madre decía que había que ponerse la chaqueta y, una de dos, o te la ponías, o no cruzabas la puerta si no era por encima de su cadáver.

Y lo peor es que el hecho de sumar a su labor nuevas tareas como esta de supervisora del vestuario, o la de olerte la ropa para saber dónde habías estado, o la de espiar tras las cortinas para comprobar si venías acompañada y por quién, no le restaba eficiencia en sus labores de toda la vida, como la de vigilar que no te dejases comida en el plato, estar al tanto de tus amistades y echarte la bronca cuando llegabas tarde, traías malas notas o no limpiabas tu cuarto.

Y es que, a las preocupaciones por tu salud, por tu porvenir y por tu educación, se había sumado el mayor de los miedos que acechan a todas las madres de adolescentes del mundo mundial:
El de que te dejaran embarazada.

viernes, 7 de mayo de 2010

COLORÍN COLORIDO

Los 80 no fueron una década. Fueron una religión. Yo recuerdo que, de repente, los grises desaparecieron y la policía empezó a ir de marrón (¿...?), los funcionarios de correos dejaron de ir de gris y empezaron a ir de amarillo, los currelas de telefónica dejaron de ir de gris y empezaron a ir de verde….
Y es que hubo un tiempo en este país en que todo el mundo iba de gris. Excepto las viudas, que iban de negro.
Durante décadas.
Y los ministros, que también iba de negro. O eso al menos me parecía a mí, porque la tele en color no llegó a mi casa hasta el mundial del 82, y lo primero que vi fue una peli de vaqueros y al la Nikka Costa cantando el “On my own” vestida de amarillo, como Molière y Manolete cuando les dieron el pasaporte.
Pero la llegada de la democracia, de la movida y, sobre todo (y no me etiquetéis políticamente por esto, porfa…) del Partido Socialista, convirtieron a este país de Nodo en blanco y negro en un episodio de La Abeja Maya.
De repente, todo se llenó de colores: la tele, las corbatas de los políticos, los pelos de los cantantes, los decorados de Almodóvar….
Y es que sólo quienes lo vivimos en directo podemos describirlo. Salir a la calle era como ir al zoo: el pelo de colores, la ropa de colores, los zapatos de colores, los bolsos y las carteras de colores… hasta las radios, las teles, las cámaras de fotos eran de colores; había discos de colores, casettes de colores, carpetas de colores, bolígrafos de colores, vasos y platos de colores…. Era un desahogo, una venganza casi.
Y entonces, en ese periodo variopinto y colorido, fue cuando comenzó mi adolescencia…

domingo, 25 de abril de 2010

DE LOS TRES CERDITOS A LOS ÁNGELES DE CHARLIE

Pero nada es para siempre, y hasta la inocente infancia, que durante su transcurso nos parece interminable, se acaba consumiendo.
Claro que en la niñez no pasa como en el cine, que aparece el rótulo de Fin, o como en una bolsa de pipas, que de repente metes la mano y no quedan más que palos.
No; la niñez tiene un final más difuso; digamos que una no se acuesta niña y se levanta adolescente, pero sí es cierto que hay un punto en el que descubres que, definitivamente, algo está cambiando.

En mi caso, y por la época en que me tocó vivir, un día decidí que las modositas estudiantes de los libros de Enid Blyton habían dejado de interesarme y que la Gracita Morales ya no me hacia reir. En resumen: ya no quería parecerme a Rocío Dúrcal ni a Marisol; yo lo que quería era ser como la rubia de “Los ángeles de Charlie”, tener un novio macarra como Travolta y sobrevolar Nueva York en los musculosos brazos de Christoper Reeve.

Y a ello me puse. Lo primero que hice fue arrancar el forro de todos mis libros, que estaban empapelados con viñetas de tebeo, y cubrirlos con fotos de Superman y de las chicas de Speeling. Luego me corté un flequillo como el de Olivia Newton John, me puse dos horquillas detrás de las orejas y, para terminar, cogí toda la colección de pantalones XXL heredados de mi hermano, los desmonté totalmente y los estreché hasta convertirlos en una especie de segunda piel. A todo aquello siguió la customización de las viejas camisetas, a las que arrancaba las mangas para recortar la sisa y desbocaba los cuellos hasta dejar unos escotes que alguno de mis amigos definió como “por encima del ombligo”.
Y es que las adolescentes de principios de los 80 no teníamos ni el presupuesto ni la complicidad materna que hoy existe para el tema del vestuario juvenil. Yo me conformaba con un par de vaqueros nuevos al año, siempre como regalo de cumpleaños, y el resto del ropero me lo fabricaba con lo que iba encontrando por casa. Claro que como fueron los años de la explosión del punk, el tecno, el heavy…. te podías plantar lo que te diera la gana que seguro que en la calle te tropezabas con alguien que iba mucho peor vestida que tú. Así que mi hermano y yo llegamos a hacer ropa hasta con retales de sábanas. Recuerdo perfectamente aquellas tardes de Sábado, sentados en la máquina de coser, dale que te pego al modelito que íbamos a estrenar esa noche, con un ojo en la labor y otro en las piruetas de los concursantes de “La juventud baila”, el concurso de baile del legendario “Aplauso”.

Y, mientras le dábamos al pedal de la máquina, soñábamos que éramos Danny y Sandy en la fiesta de fin de curso, los dos de cuero negro, “You're the One That I Want, ¡UH!,¡UH!,¡UH!...
¡¡¡Honey!!!"

domingo, 7 de marzo de 2010

TARZÁN Y MACISTE

Tarzán y Maciste. Era lo que había. El cine de barrio valía menos de 10 pesetas y el otro, el de los mayores, donde ponían las pelis de Disney, más de 25.
Así que nos consolábamos pensando que Blancanieves, la Bella Durmiente y compañía no eran más que mariconadas para niños pijos.

Y allá que nos íbamos a pasar la tarde, con ese pedazo del bolsa de pipas que te aguantaba un Ben Hur con intermedio y aún te sobraban para el recreo del Lunes. Las pipas, el chicle y los regalices, que entonces no existían ni los Jumpers, ni las Ruffles de Matutano ni sofisticaciones como el Kinder Bueno. Allí, o te llevabas el chocolate de casa, o si tenías suerte y tu familia tenía pasta y erais pocos hermanos (y en consecuencia te daban una paga rockefelleresca), podías comprarte un Toblerone, que lo anunciaban en la tele unos hippies con melena y una cinta alrededor de la cabeza… Que porque yo era muy pequeña, pero con el paso de los años he entendido que el chocolate que estaban tomando los chavales aquellos no era precisamente Toblerone.

Pero a lo que iba. Tú te metías a las cinco en el cine, te tragabas el Nodo con su ración de generalísimo inaugurando pantanos y repartiendo premios a la natalidad y, al cabo de media hora y con más rayas que una cebra y más cortes que una carretera en obras, empezaban a proyectar la película, que siempre se iniciaba con un rótulo gordo escrito con caracteres de aire histórico y a continuación aparecía esa palabra que a mí me gustaba tanto: starring.
Y siempre terminaban ganando los buenos, y salía el The End, lo cual estaba muy bien porque sabías exactamente dónde de estaba el final, no como ahora, que empiezan a salir letras sobre la pantalla y dices: “Vaya, pues debe haberse terminado”, y te levantas de la butaca con cara de gilipollas, todavía esperando a que aparezca el starring o, mejor aún, a que pase algo.

Porque en esas películas siempre pasaba algo.
Tenían, como toda historia que se precie, planteamiento, nudo y desenlace: el planteamiento era casi siempre el secuestro de alguien por alguien, ejecutado con mucha profusión de mamporros, o incluso tiros, dependiendo del género del film. El nudo relataba la odisea del héroe a la búsqueda del desaparecido, repartiendo más leña (o disparando a más gente), para llegar así al desenlace, que consistía en entrar en la guarida del villano como un elefante en una cacharrería, cargarse a toda la banda, rescatar a la víctima y devolvérsela a su atribulada familia.
Y nosotros ahí, comiendo pipas y viendo al malo acercarse por detrás, y diciéndole a Maciste “¡¡¡¡Date la vueltaaaaaaa!!!!”, y sufriendo porque no nos hacía caso, hasta que en el último momento (200 críos chillando como hienas tenían que oírse desde los anillos de Saturno), el héroe se daba la vuelta, y... ¡¡¡Toma!!!, noqueaba al enemigo de un derechazo en el mentón. Y nosotros aplaudíamos como si fuera una final de la Champions y el Barça acabase de encajarle al Liverpool el gol de la victoria en el último segundo, y pataleábamos, y saltábamos encima de las butacas, y al son de la música de trompetas y el The End desfilábamos, aún comiendo pipas, camino de casa, comentando las mejores secuencias y soñando con que un héroe como ese entrase un día en el colegio y le atizase a don Vicente la paliza que se merecía…

sábado, 27 de febrero de 2010

PORQUE NO

Capítulo aparte merecen también las relaciones entre padres e hijos, que están bastante lejos del anuncio del Kinder Sorpresa, ese en el que el padre hace el gilipollas ante el teléfono porque “está jugando con su hijo”.

Los niños (y niñas) de las escuelas del terror, por lo general disfrutábamos del mismo clima de confianza en casa. Ya he dicho que a un pequeñajo podía atizarle cualquiera, pero seguramente eso no era lo peor. Lo peor es que, después de recibir la guantada y de oír que ibas a quedarte dos semanas sin cine y sin paga, mirabas a tu madre con cara de ser la niña más desgraciada de la tierra, y le preguntabas (puesto que la guantada ya no te la quitaba nadie): “Mamá, ¿por qué no me levantas el castigo?”, y ella te contestaba:”Porque no. Y no te toques los pendientes que te vas a agrandar las orejas”

Porque no.
Era la frase favorita de los mayores. Esa y “lo que diga tu padre”
-Mami, ¿puedo ir a dormir a casa de Inesita?
-Lo que diga tu padre. Y quita los dedos del cristal.

-Papá, le he dicho a mamá si puedo ir a dormir a casa de Inesita y me ha dicho que te diga que lo que tú digas.
-(sin apartar la vista del Madrid-Atlético de Bilbao) Lo que diga tu madre.

-Mamá, mamá, papá dice que lo que tú digas. ¿Puedo? ¿Puedo? ¿Puedo? ¿Puedo?
-No, y no arrastres los pies.
-¡Jooooooooooooooo! Por favor, mamá, nunca me dejas hacer nada. Todas las niñas de la panda van a ir menos yo, ¿por qué no me dejas?
-¡Porque no! ¡Y no te muerdas las uñas!

Y la discusión estaba zanjada. Intentar utilizar la lógica en las relaciones paternofiliales de los años 70 era más complicado que entender los discursos del caudillo. Y es que el “porque no” servía para todo: para no dormir en casa de Inesita, para no quedarse viendo al tele por la noche, para no comer chuches, para no llevarte al circo...

Ahora los padres han de devanarse los sesos antes de negar algo a sus vástagos: antes de decir “no”, han de calcular meticulosamente los argumentos con que van a rebatir las sucesivas peticiones de la criatura, y desde luego, prepararse para que les llame el psicólogo de la escuela porque no comprarle al niño un móvil de última generación que vale cuatro veces lo que una mariscada en Mónaco le ha creado a la criatura un trauma que amenaza con arruinar su ya de por sí precario rendimiento escolar. De modo que al final, y para evitar que el pequeño tirano llame al teléfono de defensa del menor y cuente una sarta de mentiras sobre sus progenitores que los lleve a salir en todos los telediarios, los sufridos padres le compran el móvil, que seguro empleará para jugar durante las clases y bajar todavía más el rendimiento.

Pero ya no estará traumatizado, que es lo que al psicólogo le preocupaba….

lunes, 8 de febrero de 2010

AQUELLO NO ERAN ESCUELAS...


Eran reformatorios. No era suficiente con las caídas de la bici, los capones de tu padre o las palizas de tus hermanos, no….


Porque a la escuela también se iba a recibir bofetadas.
Y es que a un crío de los 70 podía pegarle todo el mundo: su madre, su vecino, el tendero… cualquiera que tuviera tres años más que tú, o que te pasase dos cabezas, podía hacerte la vida imposible.
Pero los reyes (y las reinas) del guantazo eran los profesores y las señoritas. Aquellos tenían derecho a gritarte, a ponerte en evidencia delante de todo el mundo, a lanzarte el borrador, a darte con la regla, a castigarte con los brazos en cruz, a hacerte escribir una frase quinientas veces, a suspenderte un examen porque tu careto no les gustaba….

A todo.

Y aún encima no había a quién quejarse, porque eran intocables. Y, si te canteabas mucho, te metían en ese sacrosanto y temido recinto al que llamaban “Despacho del Director” (en aquella época no había directoras y el puesto de director de escuela no era como ahora, un marrón rotatorio que te cae cada 10 ó 15 años y del que, con suerte, sales sólo con un par de citaciones judiciales en el expediente). Allí te ponían delante de un señor de pelo cano, alto y con bigote, que te echaba un rapapolvo de muerte con tus padres delante. Y cuando llegabas a casa, en vez de pedir hora al psicoanalista para que la reprimenda no te crease un trauma capaz de arruinarte la vida, tu padre te pegaba una samanta de palos que te dejaba el culo marcado para varios meses.

Y a la hora del recreo, pobre de ti si el matón del colegio se había quedado con tu cara, porque te molía a pedradas; y ni te planteabas irle al profe con el cuento, porque entonces te llamaban chivato y dejaba de hablarte toda la clase. Y si se te ocurría comentarlo en casa, tu padre te decía que eras un caguica y que lo que tenías que hacer era defenderte.
Hasta que un día se te hinchaban las narices, pedías a tu madre que te adelantase un mes de paga, invertías el dinero en bolsas de gusanitos con las que sobornabas a media clase, y durante el recreo cogíais al matón y le dabais tal paliza que se le iban las ganas de volver a tocaros un pelo a ninguno.

Y tú te pasabas el mes restante a dos velas, sin ir al cine los Domingos y secando la vajilla (porque esa era una de las condiciones que tu usurera madre te había puesto para hacerte el préstamo), pero todo te daba igual:
Habías limpiado tu imagen y recuperado el prestigio delante de la clase. Aunque hubiera sido a costa de comprarlos. Y esa fue la más útil de todas las enseñanzas que recibiste en esos más de 10 años de pescozones, dictados y raíces cuadradas:

Que de todas las cosas que producen satisfacción en esta vida, ninguna sale gratis…