sábado, 27 de febrero de 2010

PORQUE NO

Capítulo aparte merecen también las relaciones entre padres e hijos, que están bastante lejos del anuncio del Kinder Sorpresa, ese en el que el padre hace el gilipollas ante el teléfono porque “está jugando con su hijo”.

Los niños (y niñas) de las escuelas del terror, por lo general disfrutábamos del mismo clima de confianza en casa. Ya he dicho que a un pequeñajo podía atizarle cualquiera, pero seguramente eso no era lo peor. Lo peor es que, después de recibir la guantada y de oír que ibas a quedarte dos semanas sin cine y sin paga, mirabas a tu madre con cara de ser la niña más desgraciada de la tierra, y le preguntabas (puesto que la guantada ya no te la quitaba nadie): “Mamá, ¿por qué no me levantas el castigo?”, y ella te contestaba:”Porque no. Y no te toques los pendientes que te vas a agrandar las orejas”

Porque no.
Era la frase favorita de los mayores. Esa y “lo que diga tu padre”
-Mami, ¿puedo ir a dormir a casa de Inesita?
-Lo que diga tu padre. Y quita los dedos del cristal.

-Papá, le he dicho a mamá si puedo ir a dormir a casa de Inesita y me ha dicho que te diga que lo que tú digas.
-(sin apartar la vista del Madrid-Atlético de Bilbao) Lo que diga tu madre.

-Mamá, mamá, papá dice que lo que tú digas. ¿Puedo? ¿Puedo? ¿Puedo? ¿Puedo?
-No, y no arrastres los pies.
-¡Jooooooooooooooo! Por favor, mamá, nunca me dejas hacer nada. Todas las niñas de la panda van a ir menos yo, ¿por qué no me dejas?
-¡Porque no! ¡Y no te muerdas las uñas!

Y la discusión estaba zanjada. Intentar utilizar la lógica en las relaciones paternofiliales de los años 70 era más complicado que entender los discursos del caudillo. Y es que el “porque no” servía para todo: para no dormir en casa de Inesita, para no quedarse viendo al tele por la noche, para no comer chuches, para no llevarte al circo...

Ahora los padres han de devanarse los sesos antes de negar algo a sus vástagos: antes de decir “no”, han de calcular meticulosamente los argumentos con que van a rebatir las sucesivas peticiones de la criatura, y desde luego, prepararse para que les llame el psicólogo de la escuela porque no comprarle al niño un móvil de última generación que vale cuatro veces lo que una mariscada en Mónaco le ha creado a la criatura un trauma que amenaza con arruinar su ya de por sí precario rendimiento escolar. De modo que al final, y para evitar que el pequeño tirano llame al teléfono de defensa del menor y cuente una sarta de mentiras sobre sus progenitores que los lleve a salir en todos los telediarios, los sufridos padres le compran el móvil, que seguro empleará para jugar durante las clases y bajar todavía más el rendimiento.

Pero ya no estará traumatizado, que es lo que al psicólogo le preocupaba….

lunes, 8 de febrero de 2010

AQUELLO NO ERAN ESCUELAS...


Eran reformatorios. No era suficiente con las caídas de la bici, los capones de tu padre o las palizas de tus hermanos, no….


Porque a la escuela también se iba a recibir bofetadas.
Y es que a un crío de los 70 podía pegarle todo el mundo: su madre, su vecino, el tendero… cualquiera que tuviera tres años más que tú, o que te pasase dos cabezas, podía hacerte la vida imposible.
Pero los reyes (y las reinas) del guantazo eran los profesores y las señoritas. Aquellos tenían derecho a gritarte, a ponerte en evidencia delante de todo el mundo, a lanzarte el borrador, a darte con la regla, a castigarte con los brazos en cruz, a hacerte escribir una frase quinientas veces, a suspenderte un examen porque tu careto no les gustaba….

A todo.

Y aún encima no había a quién quejarse, porque eran intocables. Y, si te canteabas mucho, te metían en ese sacrosanto y temido recinto al que llamaban “Despacho del Director” (en aquella época no había directoras y el puesto de director de escuela no era como ahora, un marrón rotatorio que te cae cada 10 ó 15 años y del que, con suerte, sales sólo con un par de citaciones judiciales en el expediente). Allí te ponían delante de un señor de pelo cano, alto y con bigote, que te echaba un rapapolvo de muerte con tus padres delante. Y cuando llegabas a casa, en vez de pedir hora al psicoanalista para que la reprimenda no te crease un trauma capaz de arruinarte la vida, tu padre te pegaba una samanta de palos que te dejaba el culo marcado para varios meses.

Y a la hora del recreo, pobre de ti si el matón del colegio se había quedado con tu cara, porque te molía a pedradas; y ni te planteabas irle al profe con el cuento, porque entonces te llamaban chivato y dejaba de hablarte toda la clase. Y si se te ocurría comentarlo en casa, tu padre te decía que eras un caguica y que lo que tenías que hacer era defenderte.
Hasta que un día se te hinchaban las narices, pedías a tu madre que te adelantase un mes de paga, invertías el dinero en bolsas de gusanitos con las que sobornabas a media clase, y durante el recreo cogíais al matón y le dabais tal paliza que se le iban las ganas de volver a tocaros un pelo a ninguno.

Y tú te pasabas el mes restante a dos velas, sin ir al cine los Domingos y secando la vajilla (porque esa era una de las condiciones que tu usurera madre te había puesto para hacerte el préstamo), pero todo te daba igual:
Habías limpiado tu imagen y recuperado el prestigio delante de la clase. Aunque hubiera sido a costa de comprarlos. Y esa fue la más útil de todas las enseñanzas que recibiste en esos más de 10 años de pescozones, dictados y raíces cuadradas:

Que de todas las cosas que producen satisfacción en esta vida, ninguna sale gratis…