lunes, 8 de febrero de 2010

AQUELLO NO ERAN ESCUELAS...


Eran reformatorios. No era suficiente con las caídas de la bici, los capones de tu padre o las palizas de tus hermanos, no….


Porque a la escuela también se iba a recibir bofetadas.
Y es que a un crío de los 70 podía pegarle todo el mundo: su madre, su vecino, el tendero… cualquiera que tuviera tres años más que tú, o que te pasase dos cabezas, podía hacerte la vida imposible.
Pero los reyes (y las reinas) del guantazo eran los profesores y las señoritas. Aquellos tenían derecho a gritarte, a ponerte en evidencia delante de todo el mundo, a lanzarte el borrador, a darte con la regla, a castigarte con los brazos en cruz, a hacerte escribir una frase quinientas veces, a suspenderte un examen porque tu careto no les gustaba….

A todo.

Y aún encima no había a quién quejarse, porque eran intocables. Y, si te canteabas mucho, te metían en ese sacrosanto y temido recinto al que llamaban “Despacho del Director” (en aquella época no había directoras y el puesto de director de escuela no era como ahora, un marrón rotatorio que te cae cada 10 ó 15 años y del que, con suerte, sales sólo con un par de citaciones judiciales en el expediente). Allí te ponían delante de un señor de pelo cano, alto y con bigote, que te echaba un rapapolvo de muerte con tus padres delante. Y cuando llegabas a casa, en vez de pedir hora al psicoanalista para que la reprimenda no te crease un trauma capaz de arruinarte la vida, tu padre te pegaba una samanta de palos que te dejaba el culo marcado para varios meses.

Y a la hora del recreo, pobre de ti si el matón del colegio se había quedado con tu cara, porque te molía a pedradas; y ni te planteabas irle al profe con el cuento, porque entonces te llamaban chivato y dejaba de hablarte toda la clase. Y si se te ocurría comentarlo en casa, tu padre te decía que eras un caguica y que lo que tenías que hacer era defenderte.
Hasta que un día se te hinchaban las narices, pedías a tu madre que te adelantase un mes de paga, invertías el dinero en bolsas de gusanitos con las que sobornabas a media clase, y durante el recreo cogíais al matón y le dabais tal paliza que se le iban las ganas de volver a tocaros un pelo a ninguno.

Y tú te pasabas el mes restante a dos velas, sin ir al cine los Domingos y secando la vajilla (porque esa era una de las condiciones que tu usurera madre te había puesto para hacerte el préstamo), pero todo te daba igual:
Habías limpiado tu imagen y recuperado el prestigio delante de la clase. Aunque hubiera sido a costa de comprarlos. Y esa fue la más útil de todas las enseñanzas que recibiste en esos más de 10 años de pescozones, dictados y raíces cuadradas:

Que de todas las cosas que producen satisfacción en esta vida, ninguna sale gratis…

1 comentario:

Jose María Vonder dijo...

Eso de los gusanitos no lo conocí, en mis tiempos el matón del patio era el que menos luces tenia pero que lo compensaba con su fuerza bruta.

Y lo de las palizas cierto, pero donde dejas que hemos sido fumadores pasivos? Los padres, los maestros...

papix