jueves, 3 de septiembre de 2009

¡¡¡ MAMÁ, PUPA !!!

Hoy en día, cuando nace un niño, en la misma sala de partos lo esperan un enjambre de médicos, enfermeras y ATS´s que se encargan de asegurarse de que la criatura tiene todo en su sitio para después limpiarla, ponerle un ridículo gorrito y una pulserita más ridícula todavía, esterilizarla convenientemente y colocarla en una horrorosa cuna de metacrilato desde donde será observada por todas las visitas y de donde el personal sanitario la retirará periódicamente para comprobar si caga, mea y erupta convenientemente.
A partir de ahí comenzarán las vacunas, las revisiones y las administraciones de todo tipo de complementos y suplementos encaminados a convertir el sistema inmunológico del retoño en una auténtica piltrafa antes de que éste llegue a la guardería. De ese modo, a su entrada en el jardín de infancia y puesto que las vacunas y el Actimel le habrán dejado las defensas al nivel del betún, el pediatra se verá obligado a tratar las infecciones que el infante pille (que van a ser muchas) con toda clase de potingues, terminando con ello de minar las ya maltrechas defensas del pequeño.
El caso es que esta circunstancia, sumada al hecho de que los progenitores acompañen al baby a la parada del bus hasta el día en que lo toma para largarse a la Universidad, convierten a los niños en una especie de diminutos inútiles que, por no ser capaces de defenderse, no se defienden ni de un triste catarro.

Sin embargo, y pese a lo que piensen todos los pediatras de la Tierra, yo me quedo con mi infancia, llena de roja mercromina, y con esos pedazos de tiritas que parecían impregnados con cera de depilar y que eran como el caballo de Atila: donde pasaban no volvía a crecer el pelo. De hecho, yo estoy convencida de que algunos amigos calvos no lo son por causas naturales, sino porque de pequeños se dieron algún golpe en la cabeza, les pusieron una tirita y desde que se la quitaron el pelo no les volvió a crecer con la misma fuerza.
A mí me gustaba especialmente el momento en que mi madre daba un tirón y me arrancaba el apósito. No porque disfrutase con el dolor, sino porque quedaba al descubierto la roja y pegajosa pústula, y yo me entretenía mucho tirando de los irregulares bordecitos. Eso y desliar colillas de cigarro eran mis entretenimientos favoritos. Me gustaban tanto que, en cuanto tenía ocasión, los simultaneaba: con una mano deshacía el filtro y con otra me iba arrancando la postilla.
Hasta que mi madre me descubría, claro. Entonces me daba un tortazo que me hacía tirar la colilla y terminar de arrancarme la costra. Ocasión que ella aprovechaba para vengarse dándome en la herida tintura de yodo, que no era otra cosa que lo que ahora se llama Betadine.
Sólo que entonces escocía un huevo y debía de costar otro, porque mami sólo lo utilizaba en dos ocasiones: cuando quería acojonarme o cuando la que estaba acojonada era ella.
Como el día de la contrarreloj, que llegué a casa con la uña del dedo gordo del pie arrancada de cuajo, las sandalias llenas de sangre y un berrinche del demonio porque, de no haber sido por la caída, para pronto me gana el imbécil del vecino de al lado. Porque yo era como los del Tour: me pegaba unos leñazos espantosos pero no abandonaba la carrera. Lo peor era que cuando mi madre se enteraba, además del dolor del golpe (porque en casa sí que me dolía) y el escozor del Betadine, tenía que digerir el consiguiente tortazo.

… Y eso era más duro que la humillación de haber quedado por detrás del aborrecido vecino.
Fundamentalmente porque el martirio de terminar la competición ensangrentada era una pública demostración de fortaleza; sin embargo, la ración de cachetes y Betadine administrada por la madre era un castigo sórdido, desprovisto de heroicidad y absolutamente inútil de cara al mantenimiento de la reputación de chica dura que a mí me interesaba ofrecer a la chiquillería del barrio.

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