miércoles, 26 de mayo de 2010

MADRE NO HAY MÁS QUE UNA...

…Afortunadamente.
Porque de existir dos, yo no hubiera sobrevivido a la adolescencia. Claro que existiendo sólo una, la que no me explico cómo no perdió la vida en el intento fue ella.

Y es que, si la relación madre-hija supera con éxito el periodo pospuberal, se puede decir que es un amor para toda la vida. Porque las chicas nos pasamos toda la infancia sin ser conscientes de lo madre que puede ser una madre. Esto es, el hecho de que no te deje atiborrarte de ganchitos antes de cenar se supone que es parte de su trabajo, así como que te prohíba terminantemente salir a jugar a la calle con 8 grados bajo cero.

Pero es que durante la adolescencia, que es cuando más quisieras que tu madre se tomase unas vacaciones, es cuando más horas ejerce.
Porque las madres de adolescentes son como los animales de la selva: que parece que descansan, pero no; al mínimo signo de movimiento levantan la oreja, entreabren un ojo y, cuando te quieres dar cuenta, han caído sobre su presa y la han convertido en picadillo para hacer albóndigas con que alimentar a la prole.

Una se disponía a salir a la calle vestida para triunfar, deslizándose de puntillas por el pasillo aprovechando que mami estaba entretenida con la peli de la Lina Morgan y, justo al llegar a la puerta, y no se sabía bien de dónde ni cómo, surgía ante ti ella sosteniendo una chaqueta. Y no había manera de convencerla de que la chaqueta vasca que tu tía te había regalado a los 12 años no era el mejor complemento para los pitillos ajustados y la camiseta de devorahombres. Madre decía que había que ponerse la chaqueta y, una de dos, o te la ponías, o no cruzabas la puerta si no era por encima de su cadáver.

Y lo peor es que el hecho de sumar a su labor nuevas tareas como esta de supervisora del vestuario, o la de olerte la ropa para saber dónde habías estado, o la de espiar tras las cortinas para comprobar si venías acompañada y por quién, no le restaba eficiencia en sus labores de toda la vida, como la de vigilar que no te dejases comida en el plato, estar al tanto de tus amistades y echarte la bronca cuando llegabas tarde, traías malas notas o no limpiabas tu cuarto.

Y es que, a las preocupaciones por tu salud, por tu porvenir y por tu educación, se había sumado el mayor de los miedos que acechan a todas las madres de adolescentes del mundo mundial:
El de que te dejaran embarazada.

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