Por fin Sábado. Toda la semana fumándote las clases del Insti y, por fin, llegaba el día mágico de la semana. Bueno, mágico para quienes no tenían una madre como la mía, que me hacía volver a casa a las 10 de la noche. Eran los tiempos de las canciones de los Pecos y, por suerte o por desgracia, lo de que las chicas debíamos fichar temprano era mucho más cierto que lo de que a los 15 años podías encontrar al amor de tu vida que te compusiera canciones y se enfrentase con el carca de tu padre.
Porque, a esa edad, lo que se busca es eso: el hombre de tu vida. Lo cual no deja de ser una incongruencia, porque hay individuos del género masculino que no se comportan como hombres ni a los 45, de modo que encontrar un hombre a edades tan tempranas es tan difícil como comprar un mueble en el Ikea y que le falte algún tornillo (a mí me ha pasado. Lo del tornillo digo).
Pero lo peor es que entonces estabas convencida de su existencia, e incluso le ponías cara, y nombre y apellidos, y conseguías una foto de él, y leías su horóscopo a la vez que el tuyo, y tu único sueño era que un día, en la disco, a la hora de los lentos, se te acercara, te sonriera dulcemente y te preguntase “¿Bailas?”
Y en lugar de eso, cuando al fin entraba, o venía borracho como una cuba, o se largaba al bar a ver el fútbol o, peor aún, aparecía con alguna frescachona de las que se dejaban meter mano en los reservados de la disco.
Y tú te convertías en la mujer máaaaaaaaaaaaaaaaaaaas desgraciadita de la tierra. Y cuando llegabas a casa agarrabas la antología poética de Bécquer y te la leías de un tirón, y te hartabas de llorar hasta que los mocos te dejaban sin respiración. Y al final te dormías, de puro agotamiento, para levantarte al día siguiente pálida, desmadejada, con la mirada perdida en el infinito, deseando contraer la tuberculosis y expirar sobre el regazo de tu amado, que había corrido a sujetarte con sus potentes brazos al enterarse de tu estado, para confesarte que acababa de descubrir, demasiado tarde, que estaba perdidamente enamorado de ti. O peor aún, colgarte de la lámpara del dormitorio dejando una nota en la que confesabas que te habías quitado la vida porque no podías soportar verlo con otra, y arruinarle de ese modo la existencia por tener que cargar para siempre con tan abrumadora culpa.
Y en estas reflexiones te hallabas, vagando por el pasillo como un alma en pena, con la melena en plan niña del exorcista, en camisón pese a ser las cinco de la tarde de un día de Diciembre y estar la calefacción estropeada, con los ojos arrasados por el llanto y sin haber probado bocado en cuatro días cuando tu madre se acercaba y, al fin, se atrevía a decirte:
“Tienes mal aspecto….
¿No estarás embarazada?”
Porque, a esa edad, lo que se busca es eso: el hombre de tu vida. Lo cual no deja de ser una incongruencia, porque hay individuos del género masculino que no se comportan como hombres ni a los 45, de modo que encontrar un hombre a edades tan tempranas es tan difícil como comprar un mueble en el Ikea y que le falte algún tornillo (a mí me ha pasado. Lo del tornillo digo).
Pero lo peor es que entonces estabas convencida de su existencia, e incluso le ponías cara, y nombre y apellidos, y conseguías una foto de él, y leías su horóscopo a la vez que el tuyo, y tu único sueño era que un día, en la disco, a la hora de los lentos, se te acercara, te sonriera dulcemente y te preguntase “¿Bailas?”
Y en lugar de eso, cuando al fin entraba, o venía borracho como una cuba, o se largaba al bar a ver el fútbol o, peor aún, aparecía con alguna frescachona de las que se dejaban meter mano en los reservados de la disco.
Y tú te convertías en la mujer máaaaaaaaaaaaaaaaaaaas desgraciadita de la tierra. Y cuando llegabas a casa agarrabas la antología poética de Bécquer y te la leías de un tirón, y te hartabas de llorar hasta que los mocos te dejaban sin respiración. Y al final te dormías, de puro agotamiento, para levantarte al día siguiente pálida, desmadejada, con la mirada perdida en el infinito, deseando contraer la tuberculosis y expirar sobre el regazo de tu amado, que había corrido a sujetarte con sus potentes brazos al enterarse de tu estado, para confesarte que acababa de descubrir, demasiado tarde, que estaba perdidamente enamorado de ti. O peor aún, colgarte de la lámpara del dormitorio dejando una nota en la que confesabas que te habías quitado la vida porque no podías soportar verlo con otra, y arruinarle de ese modo la existencia por tener que cargar para siempre con tan abrumadora culpa.
Y en estas reflexiones te hallabas, vagando por el pasillo como un alma en pena, con la melena en plan niña del exorcista, en camisón pese a ser las cinco de la tarde de un día de Diciembre y estar la calefacción estropeada, con los ojos arrasados por el llanto y sin haber probado bocado en cuatro días cuando tu madre se acercaba y, al fin, se atrevía a decirte:
“Tienes mal aspecto….
¿No estarás embarazada?”
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