viernes, 15 de abril de 2011

DE NOVIO PRET-A-PORTER A MARIDO CUSTOMIZADO



Y es que, si bien es cierto que el amor es ciego, no es menos verdad que el matrimonio es el mejor de los oftalmólogos. Y una vez dado el sí toooodo se transforma.
Yo pienso que la raíz del problema está en que los cuentos, las novelas, los culebrones, acaban siempre el día de la boda. Y nunca nos dejan ver qué pasa después.

Y lo que pasa es que el aro que nos colocamos en el dedo el día de la boda no es una arandela de oro sin más…
¡¡ No !!
Eso es lo que nosotros pensamos, pero las alianzas matrimoniales no las construye un joyero…. 
Las hace un brujo. 
De hecho, yo pienso que Tolkien se inspiró en uno de esos talleres para escribir el señor de los anillos: “Un anillo para gobernarlos a todos, para encontrarlos, para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas”. Lo que pasa es que, aun siendo anillos mágicos, el efecto no es exactamente el mismo del que usaba Frodo Bolsón. Esto es, lo que realmente molaría es que funcionase al revés que el de la peli; o sea, que te lo quitases y te volvieras invisible. Pero no; en primer lugar, el anillo de boda, una vez que te lo has puesto ya no te lo vuelves a quitar. Y no por falta de ganas, sino porque como los primeros meses lo llevas tan a gusto, el metal se amolda al dedo y luego no hay quien se lo saque. De hecho, la mayoría de las personas a las que les falta el dedo anular derecho no es por un accidente laboral, ni por tirar un petardo. Es a causa del divorcio.

Y luego, hay otra diferencia sustancial con el anillo de Tolkien… Y es que tarda en hacer efecto…. Al principio no hay motivo de preocupación porque no notamos nada…

Es al cabo de un año, más o menos, cuando la magia empieza a funcionar.
Y cuando empiezas a ver a tu marido como realmente es; o sea, que esa melenita que te parecía tan simpática antes de pasar por la vicaría o el juzgado, se convierte en una masa de greñas grasosas; la acompasada y sibilante respiración con que te arrullaba al acostaros se manifiesta como un ronquido atronador que te impide conciliar el sueño; las apasionantes partidas de pócker que le gustaba organizar en casa una vez al mes con sus amigos se transforman en interminables timbas de borrachos que te dejan el piso como un apartamento de estudiantes… y esa forma suya, tan personal, de vestirse, de la que te sentías tan orgullosa, se te va antojando un pelín hortera, la verdad, lo mismo que su manía de subir el volumen de la radio del coche cuando suenan los Camela o de ir a la playa con un  gorro de la Keler y una camiseta de los Sanfermines.

Es entonces cuando empiezas a pensar en el divorcio, pero antes de dar un paso en falso te informas bien. Y haciendo números, llegas a la conclusión de con tu sueldo no te da ni de lejos para pagarte un piso tú sola, y que de  volver a casa de los padres ni hablar de la peluca. Así que decides tirar por la calle de en medio y echar mano de la alternativa más barata:

Cambiarlo.

Sí, sí, cambiarlo…
Pero no por otro, que a estas alturas ya estás convencida, vista tu experiencia y la de tus amigas, de que no vas a encontrar nada más decente. Lo que quieres es  que se transforme…
Y  para cuando el pobre se quiere dar cuenta ya lo has inscrito en un gimnasio, le has comprado una colección de clásicos del rock, has  contratado a un maestro zen para sustituir las timbas por sesiones de meditación con música chill-out, le has tirado a la basura todo su repertorio de bermudas de flores, pantalones de pinzas, camisas de botoncito en el cuello y gorras de publicidad y le has apuntado a un curso de cocina naturista y a unas sesiones de terapia de pareja, porque el pobre hace el amor como un chimpancé.

La verdad es que al principio se antoja complicado; los hombres son vagos por naturaleza y se rebelan, pero como también es cierto que la otra alternativa que le ofreces (el divorcio y la vuelta a casa de su madre), le resulta todavía más indigerible, te acaba haciendo caso. Y porque, en el fondo, está perdidamente enamorado de ti, con tus mil virtudes y tus dos mil defectos.

Pero el caso es que, para tu sorpresa, le acaba cogiendo el gusto a lo del zen, y a la cocina macrobiótica, y al gimnasio, y a la ropa de diseño, y a arreglarse el pelo con estilo… y, casi sin darte cuenta, al cabo de menos de un año, tu marido es otro. Bueno, no exactamente otro, sino el que tú querías: el hombre con que siempre habías soñado.


Y es precisamente entonces  cuando el muy desagradecido decide abandonarte y largarse a meditar al Tíbet con una veinteañera zen.