domingo, 27 de febrero de 2011

MUJER BLANCA SOLTERA BUSCA VENDEDOR DE COCHES



Pero… ¿Qué diablos? ¿Quién dijo miedo?

Si algo caracteriza a la juventud es la fe ciega en la inmortalidad…
Y yo era consciente de ser un peligro público, pero también de que un carnet rosa en la cartera sin un coche en el garaje ( o en la puerta de casa, o quince calles más abajo) es como una Navidad sin anuncio de Freixenet, como una discoteca sin camareros cachas, como un verano sin posado de la Obregón… Vamos, que no es lo mismo. 
Así que me embarqué en la historia de buscar un coche de segunda mano, barato y en buenas condiciones. Entonces yo no sabía que estas tres características eran incompatibles entre sí, esto es que si era de segunda mano y barato no podía estar en buenas condiciones, y que si estaba en condiciones o era carísimo o se trataba del coche de un corredor de rallys y llevaba más kilómetros que el autocar del Rock and Ríos… Y lo que tampoco sabía, inocente de mí es que una mujer NUNCA debe ir sola a un concesionario de automóviles…. 
¡No! 
¡Porque no le hacen ni puto caso! 
Tú puedes entrar a una tienda de coches en plan Kim Bassinger en "9 semanas y media" que, como no lleves a tu lado a Mickey Rourke, ni un solo vendedor se va a acercar a ti. De hecho, yo llegué a preguntarle a un empleado por el cuarto de baño, primero para asegurarme de que había alguien capaz de percatarse de mi existencia y segundo para colocarme ante el espejo y así cerciorarme de que no me había vuelto invisible. Claro que, pese a la tranquilidad que me produjo tal certificación, eso no modificó en absoluto la actitud de los dependientes hacia mí. De hecho, lamenté profundamente no haber escogido para la ocasión el loock Angelina Jolie en "Tomb Raider"… arsenal incluido. 

De modo que, cuando me cansé de dar vueltas alrededor de los vehículos sin que nadie me hiciera caso, me dije a mí misma…. “Bien, debo observar al enemigo”. 
Y empecé a fijarme en todo lo que hacían los hombres; abrir puertas, mirar salpicaderos, meter medio cuerpo debajo del vehículo, comprobar el estado de los neumáticos, girar el volante para revisar la dirección, accionar los pedales… 
Y hacer preguntas. Muchas preguntas. 

Pero como confieso que soy rencorosa por naturaleza, decidí poner en práctica las enseñanzas recibidas en un nuevo concesionario. Al día siguiente me enfundé una minifalda de las que uno de mis amigos denomina “de la segunda clase” (por encima de la rodilla o por debajo del ombligo), una camiseta de vigilante de la playa y unos andamios dignos de la Letizia Ortiz una noche de estreno, me maquillé como una geisha y así de cómodamente emperifollada me presenté en la tienda. A mi entrada en la misma, el efecto fue el habitual; los vendedores me miraron, pero no como a una clienta, sino como a una sirena recién salida de la bañera. Una sirena sin carnet de conducir, naturalmente. 

Pero yo iba preparada para la ocasión. 

De modo que di un par de vueltas alrededor de los vehículos, metí la cabeza por tres o cuatro ventanillas, me acerqué tímidamente a dos vendedores que se mostraron demasiado ocupados como para atenderme, y a la vista de que nadie parecía ir a hacerme caso, decidí pasar a la acción. 

Para empezar, abrí la puerta de un BMW, me senté en el asiento del conductor y empecé a acariciar el volante como si fuera… en fin, como si fuera eso que la mayoría estáis pensando. Si me leéis con frecuencia seguro que tenéis la mente un poco retorcida y no necesitáis más explicaciones. 
Nada. 
Ni caso. 
Los vendedores seguían a lo suyo, con sus caballos, sus revoluciones y sus suspensiones a las cuatro ruedas. 

Así que decidí ir un poco más lejos. Salí del coche y le di una buena patada a uno de los neumáticos con mi afilado tacón. Pero tampoco; lo más que conseguí fue que uno de los empleados me mirase de soslayo y recitara para sí (pude leerle los labios…) "mujer tenía que ser". 

¿Con que esas tenemos?, me dije. 
Y pasé a la tercera fase del plan. 

Me senté como pude en el suelo, me tumbé cuan larga soy y deslicé medio cuerpo debajo del vehículo, dejando las piernas desnudas a la vista. Y como ni así conseguí que se acercara nadie, saqué el mechero del bolso y lo encendí. No habían pasado dos segundos cuando una multitud se congregó junto al vehículo: clientes, vendedores, personal de la limpieza, mecánicos… había hasta un bombero con un extintor… que yo no sé de cómo había llegado tan deprisa, luego los llamas cuando se te quema la cocina y tardan tres horas en venir. 
Me hicieron salir de mi escondrijo y el director del concesionario, con los ojos enrojecidos por la ira pero correcto y elegante como un lord inglés, me dijo: “¿Desea algo la señora?”. Y yo me puse en pie a la primera y sin espatarrarme ( yo creo que me pudo más la dignidad que la minifalda y los tacones ) y le dije: “Sí, que hagan revisar el escape de este coche; está medio suelto. Y el sistema de amortiguación también se halla en mal estado, lo mismo que el neumático delantero derecho, que tiene un agujero. 

Y deme el libro de reclamaciones. 

Les voy a denunciar por trato discriminatorio.”

domingo, 6 de febrero de 2011

CONDUCIR ES COMO BAILAR: CUESTIÓN DE SABER MOVER LOS PIES

... O algo parecido.

Reconozco que la psicomotricidad nunca ha sido lo mío. Ni la percepción espacial. Ni la orientación...
En fin, que tenía todas las cualidades para ser la accionista número uno de la autoescuela. Cincuenta clases nada más me hicieron falta para convertirme en el peligro al volante que aún hoy sigo siendo.

Recuerdo como si fuera ahora mismo la primera vez que me metí en el coche. El profe era un tío con barba y una paciencia digna de la cajera de un supermercado. Me sentó, me hizo ponerme el cinturón y me preguntó si había conducido alguna vez. Yo lo miré con incredulidad y le dije, muy ofendida:

"¡Pues claro que no!".

Y es que, imbécil de mí, yo pensaba que el personal iba virgen a la autoescuela, y de eso nada monada...
La mayoría de los alumnos habían conducido con su padre, su hermano, su tío...
De hecho, y por la cara que me puso el profe, creo que yo era la primera persona que le confesaba que no había pisado un embrague en su vida...
Y a la que podía creer.
De modo que el hombre me miró de frente, me señaló el salpicadero y me dijo: "Mira, esto es el volante, eso de ahí abajo la palanca del cambio de marchas, y esos tres pedalitos que hay delante de tus pies son, de izquierda a derecha y por ese orden, el freno, el embrague y el acelerador."
Tras la introducción, el monitor aún gastó unos minutos (pocos, para mi escasa predisposición y mi torpe entendimiento) en explicarme para qué servían los pedales, la palanca y el volante. A continuación, me dio la llave y me dijo: "Bien, ahora métela en la ranura, arranca el motor, acciona el intermitente izquierdo, pisa el embrague, mete primera, coloca el pie derecho sobre el acelerador sin soltar el embrague, mira por el retrovisor para comprobar que no viene nadie, gira el volante hacia la izquierda y SAL."
¡JA!
Lo cierto es que me sentí como Amstrong a punto de subir al Apolo 13, y seguramente, y si no fuera porque era incapaz de tomar una decisión inteligente al tiempo que mi anárquico cerebro intentaba que mis pies, piernas, brazos, manos, ojos… en fin, la totalidad de mi ejército anatómico, ejecutasen con corrección y disciplina todas las órdenes que acababan de entrar por mis oídos, me hubiera bajado del coche en aquel mismo momento. Bueno, por eso y porque cada clase valía 2500 pelas y ya había pagado una señal, y porque tenía que hacer que mi padre se tragase esa frase de: “¿Conducir tú?”

Y porque a mí, para qué vamos a engañarnos, me ha podido siempre más la dignidad que la cordura.

De modo que, en vez de abandonar el barco, y en un enorme esfuerzo de imaginación, me vi a mí misma en plan Isadora Duncan, rodeada de un halo de glamour y de misterio a bordo de su descapotable rojo (y, por supuesto, antes de acabar estrangulada al enredarse su vaporoso foulard entre las ruedas del carruaje), y me puse manos a la obra: Accioné el contacto y el interruptor derecho, embragué, metí la marcha atrás, pisé el acelerador… y tuve la suerte de soltar el embrague justo a tiempo para que el coche se calara y quedara a exactamente medio palmo del vehículo que teníamos aparcado detrás. El profe, culé hasta la médula, se puso de color merengue, me hizo bajarme, se colocó al mando y condujo hasta una pista de pruebas donde estuvimos jugando al “Dragon Khan” hasta el final de la hora.

A partir de ese momento, para mí desapareció del Mundo todo aquello que no fuera la conducción; estaba todo el día pendiente de la hora de la clase, tenía síndrome de abstinencia los fines de semana...
No comía, no dormía, no fumaba... me pasaba el día y la noche conduciendo… Para mí en el Mundo ya no había más que coches.
Ya no quería ir a las terrazas de verano; en lugar de eso, me sentaba en los bancos públicos próximos a las zonas de aparcamiento y me pegaba horas muertas viendo entrar y salir a los vehículos. Contemplaba extasiada a esos privilegiados de la naturaleza capaces de embragar, acelerar, girar el volante y accionar el intermitente al tiempo que encendían el radiocasette, buscaban una cinta en la guantera, prendían un cigarro y a la vez, tocaban la bocina para que se apartase el que venía.

Yo nunca sería así, me decía.

Yo tendría que elegir entre fumar y conducir, entre tocar el claxon y conducir, entre escuchar música y conducir.... entre vivir y conducir incluso.
Pero sin duda, mi atracción favorita eran los que conducían marcha atrás, con la cabeza y medio cuerpo fuera del coche y accionando hábilmente el volante con una sola mano.
A mí aquello y hacer un y trasplante de órganos múltiple me han parecido siempre dos cosas absolutamente fuera de mi alcance. Y lo mismo debía de pensar mi profesor (al menos en cuanto a la conducción en plan cangrejo; sobre mis dotes para la cirugía no sé qué opinión podía tener el hombre), porque, pese a las más de cuarenta clases que llevaba en el cerebro, en los pies y en el bolsillo, el pobre monitor seguía bajándose del coche pálido y bañado en sudor.

De hecho, creo que el día que, a la tercera y posiblemente porque el examinador se había dejado las gafas en casa aquella mañana, me dieron por fin la deseada "L", mi pobre profesor debió de celebrarlo, no sé, rebajándose la prima de la póliza del seguro de vida.


Porque, si no lo maté yo, ya no lo mata nadie....