lunes, 30 de agosto de 2010

SI DOS SON COMPAÑÍA, TRES... ¿ES INMORAL?

Y es que el hombre (y la mujer, no nos engañemos), no está hecho para la monogamia, sino más bien todo lo contrario.
Aparte de que las etapas de la existencia humana están muy mal distribuidas.
Pues sí, porque hacemos las cosas al revés del mundo. La búsqueda de una pareja para toda la vida debería empezar a los 40 años, y es entonces precisamente cuando termina.
O cuando se da por imposible
Somos tan gilipollas que nos ponemos a buscar pareja a los 18, cuando las hormonas están en incontrolable efervescencia, y lo que es peor, la ley de la oferta y la demanda funciona a pleno rendimiento, con lo cual, por muchos pantalones que te hayas probado, siempre queda en la tienda alguno que te sienta mejor.
Y eso me pasaba a mí.
Una vez superada la etapa de la atracción fatal decidí empezar a comportarme como una buena chica y buscar un chico que me tratase un poco mejor que los macarras con que me había relacionado en mis años mozos.
Y para la tranquilidad de mi madre (y sobre todo de mi hermano, que de este modo podía dejar de vigilarme y dedicarse a perseguir mujeres) me eché un novio modosito, encantador y con trabajo fijo.
Una perla, vamos.
Pero como parece ser que la normalidad estaba absolutamente reñida con el devenir de mi existencia, la descerebrada que llevo dentro asomó de nuevo la nariz cuando en el gimnasio me empezó a tirar los tejos un compañero de turno que era casi tan guapo como mi chico e igual de simpático, pero que además tenía unos abdominales sobre los que se podía jugar al dominó.
Y empecé a sonreírle cuando me sonreía, y a mirarle cuando me miraba, y a saludarle cuando me saludaba, y a contestarle cuando me hablaba, y a aceptar un refresco cuando me lo ofrecía, y a dejar que me llevase a casa en la moto cuando estaba cansada, y a decirle a mi novio que me había venido la regla y no iba a salir porque me encontraba fatal cuando me invitó a cenar una noche….
Pero nada fue deliberado; es más, si me acabé enrollando con él no fue por mi culpa; fueron las malditas hormonas; bueno, las hormonas y ese pedazo de abdominales, que le metías la mano por debajo de la camiseta y parecía que estabas tocando un colchón de playa relleno de cemento.
¿Y por eso dejé de querer a mi novio?
¡Pues claro que no!
Pero no le dije nada para no hacerle daño. Y porque al fin y al cabo, había sido una sola noche y él no tenía por qué enterarse. Bueno, por eso y porque cuando volvió a pasar me convencí a mi misma de que era mejor seguir ocultándolo porque mi chico podría perdonarme una infidelidad, pero no la segunda. Y es que además, después de la cuarta cita con el del gimnasio, ya estaba totalmente convencida de no poder prescindir de ninguno de los dos.
Porque si bien el de los turgentes abdominales era marchoso, viril, divertido, y muy, muy vago, mi amorcito era culto, sensible, detallista, guapísimo y, además, muy responsable.
¡Eso sí, aburrido como un erizo!
Vamos, que si hubiera tenido la posibilidad de meterlos a los dos en una túrmix, sacar un molde y rellenarlo, me hubiese fabricado al hombre ideal en un suspiro. Pero claro, seguro que el código penal, tan poooooco comprometido con la ciencia, hubiera considerado mi experimento como un homicidio con premeditación y yo, mayor de edad como era entonces, hubiese dado con mis huesos en la cárcel y sin siquiera salir en el “España directo”, que entonces no existía.
De modo que me vi obligada a simultanear ambas relaciones sin decirle nada a nadie. Y sólo yo sé lo que sufrí: estaba de los nervios; todo el día a la carrera, con la agenda colgando de los dientes, procurando no comentarle al marchoso lo interesante que me había parecido el libro de Borges que me había prestado el sensible ni soltándole al intelectual el último chiste guarro que había leído en la puerta del váter de una discoteca…
Y eso teniendo en cuenta (y me remito de nuevo al capítulo 15- las nuevas tecnologías) que aún no se había inventado el teléfono móvil, con lo cual no corría ni el riesgo de que uno me llamase cuando estaba con el otro ni de que cualquiera de los dos me cogiera el aparato y leyera los mensajes del clandestino… que a veces es peor lo que se piensa o se escribe que lo que se hace.
¿O no?
¿Pero quién necesita un móvil teniendo amigas envidiosas?
Y es que en cuanto la arpía de turno, que le había echado el ojo al del gimnasio desde la primera vez que lo vio, se enteró del doble juego, le faltó el tiempo para acercarse a mi novio y comentarle al oído: “Vigila a tu chica que pasa mucho tiempo en el gimnasio”
Y mi niño, que era un pedazo de pan pero estaba ya un poco mosca con aquello de que me quedase en casa porque me había venido la regla al menos un par de veces al mes, empezó a atar cabos y una noche se presentó a buscarme en el gimnasio justo en el momento en que yo salía por la puerta con el culturista tomándome medidas para hacerme un maillot.
Y se lió.
Y llegó el momento que siempre había temido: el de explicarles que estaba enamorada de los dos, que no quería renunciar a ninguno, que se complementaban el uno al otro y que, si a ellos no les importaba, y ahora que ya se había descubierto el pastel, lo que podíamos hacer era organizar un calendario de citas; que estaba atacada de los nervios, que llevaba seis meses en un sinvivir, corriendo de un lado a otro, durmiendo lo justo y comiendo lo imprescindible, llevando dos agendas en cada una de las cuales apuntaba las cosas que había hecho e iba a hacer con cada cual, las conversaciones que había tenido, lo que les gustaba y lo que no, los nombres de sus mascotas, de sus compañeros de trabajo, sus discos favoritos, los medicamentos a los que tenían alergia, todo…
Y ese esfuerzo lo había hecho por ellos, para que no se enterasen de nada, para que no sufriesen, para que no tuvieran que pasar por el doloroso trance de renunciar a mí.
Pero no me dejaron terminar. Más bien al contrario, apenas empecé a hablar ambos me miraron con cara de asombro y exclamaron al unísono:
¿¿¿¿Seis meses……???
Y me dejaron allí, sola, en la puerta del gimnasio.
Los muy ingratos….

jueves, 12 de agosto de 2010

DIME CON QUIÉN ANDAS... Y TE DIRÉ QUE NO ME GUSTA


Y es que las madres son muuuy exigentes a la hora de evaluar a los amigos de sus hijas.
Sobre todo a ciertos amigos.
Casualmente a aquéllos que a nosotras nos interesan más.
Me explico, ¿no?

Así que yo acabé haciendo con mis novios como hacía con las escapadas. Mantenerlos en secreto. Esto tenía bastante encanto, porque para una adolescente un tanto descerebrada pero al tiempo romántica hasta la médula, disfrutar de una relación clandestina era lo más excitante que te podía suceder.
Y si aun encima era una relación que te hacía sufrir, ya se podía considerar como el romance perfecto.


Porque si bien es cierto que la mayoría de las chicas de mi edad sentían cierta debilidad hacia los chicos malos, he de reconocer que lo mío no era debilidad precisamente: era más bien una inclinación, yo diría que incluso antinatural, que en estos días hubiera mantenido ocupados a un equipo completo de psicólogos escolares durante una buena temporada.
Y es que a mi me gustaban los macarras… pero los reversibles, que dice Miguelito el de Mafalda.

Porque hay macarras que lo son sólo exteriormente; esto es, su ropita negra, sus collarcitos, sus melenitas lavadas…. Pero, en el fondo tienen un corazón de osito de peluche.
Otros, sin embargo, llevan ropa de marca, huelen a Ck, usan chaquetitas de piel clara... Y luego, cuando los conoces un poco, te das cuenta de que tienen el alma más encallecida que la de Dorian Grey.
Y luego están los macarras de toda la vida, los que no engañan a nadie, los que se les ve venir desde lejos: los de la chupa con 14 kilos de roña, la cadena del váter colgada del cuello, las gafas negras hasta en la ducha, las botas de cremalleras…. Los macarras que se tatúan letras góticas, que beben cerveza a morro, que llevan agujeros en el brazo, que se afeitan una vez a la semana y que piensan que las mujeres sólo sirven para una cosa…
¡Pues ésos me gustaban a mí!


Y claro... ¡Cualquiera se dejaba ver con un fulano de esa calaña!
Dí que yo tenía la suerte de que mis viejos salieran poco, y coincidir con ellos por la calle, y más a las horas en que se mueven la clase de chicos con los que a mi me gustaba ir, era bastante complicado.

¡Ah! Pero... ¿Para qué están los hermanos mayores?
¡Efectivamente!
Para sustituir a los padres cuando éstos están viendo la tele.

Y tengo que reconocer que en ese aspecto, mi hermano ha sido siempre un gran profesional. Como frecuentábamos los mismos ambientes, al final siempre me acababa descubriendo.
Y la verdad es que no se portaba mal.
Simplemente, se acercaba con una sonrisa en los labios, estrechaba la mano del chico (los macarras de pata negra no suelen tener media hostia, en lo que a complexión física se refiere, y mi hermano hacía pesas, jugaba a pala y trabajaba instalando panteones de mármol), lo miraba de abajo a arriba, le ofrecía un pitillo y fuego y, una vez él había encendido el suyo y expelido la primera bocanada de humo en la cara de mi amado, le colobaba sus enormes manazas sobre los hombros y le musitaba, en un amistoso susurro:

“Si le haces daño a mi hermana te mato”