El teléfono móvil se inventó un poco más tarde que la rueda, por si no lo sabíais. Por no hablar del Messenger, del Faceboock y del Twenty, por ejemplo. Y en mi casa ni siquiera había teléfono fijo, lo cual era muy bueno y muy malo al mismo tiempo.
Era muy bueno porque nadie te despertaba de la siesta para ofrecerte una cubertería, y era muy malo porque quedar con los colegas era complicado; nosotros quedábamos siempre a la misma hora y en el mismo sitio, y si se producía un cambio de planes y no tenías teléfono, te podías dar por jodida.
Era muy bueno porque nadie te despertaba de la siesta para ofrecerte una cubertería, y era muy malo porque quedar con los colegas era complicado; nosotros quedábamos siempre a la misma hora y en el mismo sitio, y si se producía un cambio de planes y no tenías teléfono, te podías dar por jodida.
Sí, porque resulta que tú te plantabas en el lugar de costumbre, embutida en tus pitillos, con un escote hasta encima del ombligo, unos pendientes de calavera, los brazos llenos de pulseras de cobre y la cresta color caoba bien engominada, y entonces aparecía el mensajero de turno a decir que había cambio de planes, y que venía a buscarte porque toda la panda estaba en casa de Pilarín celebrando su cumpleaños. Y claro, la mansión de los padres de Pilarín, carcas hasta la médula y postulantes del Opus Dei no era el lugar más indicado para presentarte con esas pintas de camarera del Rockola. De modo que tenías dos opciones: o te ibas a casa a cambiarte para asistir a regañadientes al cumple de Pilarín, o bien sobornabas al mensajero con un par de cubatas para que se quedase por ahí contigo hasta que el resto de la peña decidiera cambiar la mesa camilla y las pastitas de té de la insulsa familia de Mari Pili por una partida de billar en el tugurio más cutre del barrio.
Claro que también podía ocurrir lo contario: que tú llegaras con tus zapatitos de damisela, tu camiseta cerrada y tu pantalón de pinzas, y de repente aparecieran tus colegas con el coche y al cabo de un par de horas te encontrases en plenos Sanfermines y disfrazada de Diana de Gales. Con el agravante de que, además, como en tu casa no había teléfono, no tenías ninguna forma de comunicarte con tu madre para decirle que en vez de cenando en casa de tu tía, estabas en Pamplona corriéndote la juerga de tu vida, que habías perdido los zapatos en alguna parte, que la camiseta estaba “ligeramente desgarrada” y que habías descubierto que los shorts eran mucho más apropiados para correr el encierro que los lindos pantalones que estrenaste para la boda de tu hermana.
De modo que os podéis imaginar el recibimiento cuando aparecías a las 5 de la tarde del día siguiente, intentando explicarles a tus viejos que un amiguete había perdido las llaves del coche en un bar de la Estafeta, que habíais tenido que pedir dinero para el tren y que, además, os habían puesto una multa por meter los pies en una fuente.
-¡¡Ahí es donde has perdido los zapatos, desgraciada!!- te decía entonces tu madre (y es que estas madres están en todo-ver entrada nº 11-)
-¡¡Ahí es donde has perdido los zapatos, desgraciada!!- te decía entonces tu madre (y es que estas madres están en todo-ver entrada nº 11-)
Pero, qué queréis que os diga, estoy absolutamente convencida de que si yo hubiera llamado a mi madre por teléfono para consultarle sobre cada cosa que iba hacer, no hubiera hecho absolutamente nada, privando así a mi apasionante vida de cualquier tipo de emoción...
¡Ah! Y no quiero ni pensar en todo lo que mi madre hubiera podido decirme al oído en caso de haber tenido, durante aquélla fatídica noche, ella un teléfono fijo y yo un teléfono móvil….